Se entrecruzan dos sentimientos
Siempre que celebramos el Domingo de Ramos, se entrecruzan dos sentimientos bien diferentes; por un lado la alegría de recibir a Jesús en el pórtico de la Semana Santa y, por otro lado, la visión que tenemos de que, la pasión, es lo que al final le espera.
Es como aquel turista que iba felizmente en un viaje pero, en la última etapa, veía que existía un muro ante el cual, tenía que detenerse. Un final de viaje, triste.
Pero la Pasión de Jesús, no será un muro infranqueable. Lo recibimos con palmas los mismos que, en Viernes Santo, gritaremos ¡crucifícale! ¡crucifícale!
La vida está sembrada de contradicciones. Alimentada por adhesiones y deserciones. Probada por fidelidades e infidelidades. Y, nosotros, en el Domingo de Ramos, manifestamos que ciertamente, la Pasión, sólo la puede retar alguien como Jesucristo. Alguien que, como El, esté dispuesto a perdonar, olvidar ofensas, cobardías y falsos juicios.
En un mundo en el que vivimos como reyes (por lo menos parte de él) resulta un desafío (o incluso para algunos algo sin sentido) un Jesús montado en un pollino y aclamado, ¡para más INRI! como rey.
Lo cierto es que, el Domingo de Ramos, es el ascenso hacia la Pascua. Aquel que viene en el nombre del Señor, incita muchos sentimientos en aquellos que le acompañamos con ramos y palmas en esta mañana.
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
Y, es verdad. La Semana Santa, si algo tiene, es que sigue cristalizando los deseos de un Dios que en Jesús, quiere acercarse y donarse por los hombres.
¡Pero qué ingenuo! Pensarían algunos de los que contemplaron el auténtico cortejo que se dio en la Jerusalén de entonces. ¿Un rey en pollino? Así es Dios. Nos desconcierta. Habla desde el camino de la sencillez. Nos aturde cuando de, una forma casi provocadora, empuja a Jesús a iniciar un viaje feliz a Jerusalén, con un final triste: con un amigo usurero, de la mano de otro que le niega y, sentándose con algunos más, que le abandonan en las horas de más angustia y de soledad.
Interviene Dios, en el Domingo de Ramos, desde la alegría que nos debe de producir un Jesús que sabe lo que le aguarda, a la vuelta de la esquina, por haber apostado por la salvación del hombre.
Habla Dios, en el Domingo de Ramos, para los que tenemos fragilidad e incoherencia: hoy decimos que sí, pero mañana diremos que no.
Se hace presente Dios, en el Domingo de Ramos, como lo hizo desde el mismo nacimiento de Jesús en Belén: con pobreza y sin miedo al ridículo. Fue adorado por los pobres en la gruta de Belén, y es aclamado por el pueblo sencillo y llano, en su entrada a Jerusalén.
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
Y la Iglesia, sigue adentrándose en este tercer milenio, en ciudades y conciencias porque sabe que viene y habla en el nombre del Señor. Su sola presencia a unos dejará indiferentes, en otros acarreará aplausos y en otros más, enojo.
La historia se repite. La sociedad, a veces dominada no precisamente por el bien común, se resiente en sus cimientos cuando alguien le recuerda una instancia superior o un bien supremo; una fuerza poderosa, más definitiva y eterna que otorgue un poco más de orden y de solera a la realidad tan enrevesada que padecemos.
Por ello mismo, en el Domingo de Ramos, la iglesia debe de recuperar la fuerza para seguir caminando con ilusión, convencimiento y fortaleza hacia la mañana de resurrección. Siendo consciente de que, por medio, está la cruz, la persecución, las traiciones desde dentro de casa, la blandura de algunos de sus miembros y la incomprensión de otros tantos que tan pronto le aplauden como la apedrean.
Y es que, la vida cristiana, en algunos momentos puede ser así: un encantador viaje con un triste final. Eso sí, la última Palabra por ser de Dios, pondrá a esa tristeza un choque: la resurrección de Cristo. Y, eso, ya no es final triste. Es una traca con destellos de eternidad y de felicidad eterna.
Javier Leoz
www.mercaba.org
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