Un hombre me habló ayer de Dios. Nos conocíamos vagamente, nos encontramos en la calle en un mediodía de junio, y me detuvo para hablarme de Dios. Permanecimos así, de pie, conversando, mientras los transeúntes discurrían a nuestro lado, cada cual con sus cosas y sus pensamientos, totalmente ajenos a que allí mismo, justo junto a ellos, dos personas completamente vulgares y corrientes, dos hormiguitas en el Cosmos, estaban tratando acerca del más increíble de los temas. No sé muy bien cómo empezó esta conversación. Sí, creo que fue al comentar un espacio televisivo de La Clave. En este programa, que trataba acerca de los poderes mentales, una muchacha, invitada asistente, dijo más o menos esto: "Dios está dentro de mí. Podré alejarme por ahí fuera todo lo que quiera, pero finalmente tendré que volver para encontrarle en mi interior". Sí, comentábamos esto y subrayábamos la curiosa reacción de los otros invitados al programa. Una vez que la joven dijo aquello hubo un brevísimo instante de silencio, y cuando yo suponía que todo el mundo se iba a abalanzar verbalmente sobre ella para obtener tal vez adicionales explicaciones, alguien dijo no sé qué clase de estupidez desviatoria y todos fijaron de inmediato su atención en aquella bobadita, como si tuvieran mucha prisa en tapar y clausurar el tema. Curiosísimo.
Hace poco tiempo, en San Sebastián, se celebró una mesa redonda sobre la paz. Tres personas hablaron ante el auditorio. La primera de ellas, un psicólogo, dio una serie de explicaciones técnicas sobre los mecanismos de la agresividad y cosas por el estilo, todo ello con bastante tufo a universidad. La segunda, una escritora, trató sobre la paz y su ausencia en las efemérides de un día cualquiera de nuestra vida cotidiana. La tercera, otro escritor, dijo que la paz era un sentimiento interior, algo que residía dentro de cada hombre, y que era allí, solamente allí, donde podría ser encontrada. Añadió también que hallar este océano de gozo y de paz interior era posible, e incluso fácil, y que malamente podrían establecer la paz entre los hombres aquellos seres humanos que previamente no la hubieran experimentado en sus propias vidas. A continuación de esta triple disertación sobrevino el coloquio. Bastantes personas preguntaron cosa a los dos primeros conferenciantes, más bien cositas sin otro valor que el de la anécdota. A la persona que había hablado de la paz interior nadie le preguntó nada.
Dios no interesa. O interesa a poquísimas personas. No hablo de creyentes o no creyentes. Me parece que, de hecho, la circunstancia de creer o no en el Creador no tiene verdaderamente demasiada importancia. Hay una frase, en este sentido, que merece la pena ser destacada. No diré de quien sea la frase, y no porque deseara ocultarlo, sino por una más simple razón: no me acuerdo a quien pertenece. Dice así: "No se puede no creer en algo que no existe". Esta frase, aparentemente simple, tiene una hondura muy grande y fue expuesta en una discusión acerca de la existencia o no de Dios. No, no hablo de creer o no en Dios. Me estoy refiriendo a algo que algunas personas -poquísimas- expresan: la experiencia viva de Dios en esta vida. Es algo que puede suceder, pero que sucede muy pocas veces. Hubo una monja guipuzcoana, que nació en Zumaya hace un centenar de años tampoco recuerdo su nombre, lo lamento-, que escribió en su autobiografía algo parecido a esto: "No tengo necesidad de tener fe en Dios, puesto que lo siento vivo dentro de mí". Si fe, por definición, es creer en algo que no vemos, la coherencia de esta tremenda frase es absoluta. A mí no me hace falta fe para saber si tengo hijos o no. Los veo a mi alrededor, los toco, me hablan. No me hace falta ninguna clase de fe para saber que existen. Una vez pregunté a un sacerdote si tenía experiencia de la existencia de Dios. Su respuesta fue absolutamente honrada, pero terriblemente decepcionante. Me dijo: "Yo no tengo experiencia de la existencia de Dios, pero tengo experiencia de mi fe en Dios". Aquella réplica me hizo cavilar durante mucho tiempo. Sería muy triste que Dios, para nosotros, fuera solamente un concepto. Se puede tener fe en un concepto, pero pienso que no se puede amarlo. Creo que sería maravilloso que pudiéramos experimentar a Dios, en lugar de limitarnos a creer en su existencia. Parece que la experiencia de Dios conduce a una especie de borrachera divina, a una adicción sin precedentes, a una alegría sin límites. Parece que quienes gozan de esta experiencia quedan tan absolutamente tocados y prendados de ella que quedan prácticamente incapacitados para contentarse y disfrutar con las demás cosas. Quiero decir que ya no les interesa nada más que esa experiencia. El resto de todas las otras cosas se convierte para ellos, así, en algo así como un alimento sin sal. Hace poco tiempo, una monja carmelita descalza se asomó a la pequeña pantalla y habló de Dios. Para mí, aquello fue algo increíble: hablaba de Dios como si estuviera enamorada de Él. He visto a muchos sacerdotes, algunos de gran rango eclesiástico, aparecer en televisión. Hablan de la LOAPA, de la LODE, del aborto, de la familia cristiana, de la diócesis, del Tercer Mundo...pero no hablaban de Dios. Es incomprensible, pero casi no hablan de Dios. Hubo una antigua película italiana, bastante antigua, en la que San Francisco de Asís y no sé que santa (sería Santa Clara) se reunían para hablar de Dios. Y mientras lo hacían se decía que el cielo cambiaba de color y se tornaba muy bello porque estas dos personas estaban hablando sobre el Creador. Por esto he querido escribir este artículo, porque un hombre me detuvo ayer en la calle para hablarme de Dios. El cielo no cambió de color: se trataba de un mediodía muy nuboso y sin atisbos de sol. Pero el hombre que me hablaba del Creador tenía encendida la mirada y una alegría desbordante parecía llenarle plenamente. Y esto es lo que quería decir.
JOSÉ MARÍA MENDIOLA (Diario "El País")
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